miércoles, 2 de marzo de 2016

Rubén Darío en Riberas (En el centenario de su muerte)


Los ardientes veranos iba yo a pasarlos a Asturias
Rubén Darío (Autobiografía)

[…] pasamos por Riberas, a orillas del Río Grande. A la entrada del pueblo, entre palmeras y otros árboles exóticos, había una casa de indianos que suponíamos deshabitada, al menos fuera de la temporada estival; arrimamos las bicicletas a un muro de piedra y de rosas; Carlos trepó por una araucaria, y Periclius y yo le seguimos entre las ramas hasta alcanzar con la vista una galería repleta de libros entre los que deambulaba un hombre trajeado pero descalzo:
                    El fantasma de Rubén Darío —nos presentaba Carlos.
Al parecer, atrapado el poeta en aquella casa modernista, hojeaba sin descanso, desde hacía cincuenta años, libros de Verlaine, de Gonzalo de Berceo, serranillas del Marqués de Santillana y donaires del Arcipreste de Hita.
Rubén Darío, o su fantasma, se había enredado en aquella casa indiana confundiendo sus exóticos entarimados, sus cenefas de maíz en los bordes de los zócalos y en las cartelas, su raigambre americana, con una quinta de Nicaragua.
Pepe Monteserín [1]



En el año 1892 Rubén Darío pasó tres días en La Habana como representante  del gobierno de Nicaragua en los actos del IV Centenario del descubrimiento de América,  alojado en el Hotel Luz, propiedad de un indiano llamado Feliciano Menéndez. Dieciséis años después, se reeditaría  esta relación entre inquilino y propietario, pero teniendo como escenario, esta vez,  el pueblo de Riberas.



Para hacernos una idea de como fue la estancia del poeta en Riberas durante los veranos de 1908 y 1909 vamos a seguir el relato recogido en el libro Este otro Rubén Darío[2]  de Antonio Oliver Belmás, quién fuera director del Seminario-Archivo Rubén Darío de Madrid y que, en agosto de 1958,  se desplazó a Asturias para hacer indagaciones sobre el paso  del poeta por el Bajo Nalón.


Don Antonio Oliver con Rosario Martín Villacastín, nieta de Fracisca Sánchez  


Año 1908

«El 17 de julio de 1908 todavía no tenía decidido Rubén su lugar de veraneo. [...] Pero todas estas vacilaciones se resuelven pocos días después. En efecto, el 25 de julio escribe a don Jesús Pando y Valle, desde la Arena y, entre paréntesis, San Esteban de Pravia. Desde San Esteban de Pravia, tal vez como lugar del que La Arena depende o porque fuese a él expresamente, escribe el 29 de julio a Santiago Argüello, su querido compatriota, a quien manifiesta que don Rafael Altamira aconseja que lo antes posible se hagan las gestiones para que recaiga en Argüello la representación universitaria de Nicaragua en las fiestas del centenario de la Universidad, al objeto de que el comité extienda el carnet al debido nombre. Y aclara que el viaje a Oviedo desde la frontera española costará la mitad para los representantes extranjeros, y en Oviedo ya el comité alojará a los expedicionarios. Al pie da la dirección de Asturias: “San Esteban de Pravia: La Arena” Tenemos, por tanto, a Rubén nuevamente desde el lugar desde el cual contemplo el eclipse de 1905. ¡Cuánto sol ahora a pesar de las endémicas brumas! Sol externo e interno. Por dentro, la alegría de su hijo que ya ha cumplido los ocho meses; la alegría de la madre, fuerte y restablecida de las derivaciones del parto; por dentro, la alegría de ser embajador. Y si alguna vez estas claridades con otras tristezas íntimas se nublaban, ahí estaba la alegría artificial del excitante para disipar la niebla.

(Foto: Cuadernos Hispanoamericanos agosto-septiembre 1967)


Por los excitantes, además de por las razones naturales que estropean la salud, Darío necesitaba con mucha frecuencia de los médicos. Ha circulado mucho y hasta se ha narrado por escrito la anécdota de Rubén y el doctor Argüelles. Este parece que asistió a Darío en un momento de crisis alcohólica, y que su terapéutica consistió en libar juntamente con el enfermo.»

Hacemos un paréntesis en el relato de Oliver para  detenernos en este episodio  narrado por Victor de la Serna [3]

“Rubén Darío, báquico y fáustico, hedonista y devorador de sus horas, acabó por contraer una neurastenia feroz que no capitulaba ni ante la indecible hermosura del paisaje. Tanta neurastenia era, que le producía unos insomnios invencibles y unas murrias que le hacían sollozar sin motivo. Mucho hacían el ajenjo, el tabaco y el café. El resto lo hacía su “sed de ilusiones infinita”. Una noche su familia se alarmó, y él mismo mandó llamar al doctor a Pravia. Un doctor adversario de la ley seca, inteligente, zumbón, creyente en lo divino y escéptico en lo humano, incluyendo a la ciencia médica. Era –y es, con su gota y su tensión en el retiro de Pravia, a donde le enviamos una seña amigable- un conversador extraordinario, un producto típico del asturiano ilustrado que tanto nos hemos de encontrar aún. “Este poeta debe de tener lo que yo me imagino, una enfermedad antigua, tan antigua como el arca de Noé”, se dijo el doctor Argüelles. Y acertó

A las tres de la madrugada estaba recetándole un poco de moderación. No la abstención total que preconizaba la familia y que había prescrito un médico de París. Rubén prorrumpió en loores al doctor Argüelles y exhaló sus mejores alabanzas al colaboracionismo entre médico y enfermo, contra las actitudes totalitarias entonces de moda. Eran las diez de la mañana y el sol doraba ya el alto de Somao, desde donde se descubre un panorama increíblemente bello. Y Rubén y Argüelles, frente a unas tazas de café de Nicaragua, dialogaban aún acerca de la poesía de su tiempo, de la pintura cubista y del neoparnasianismo. Argüelles salió de aquella visita dejando al poeta dormido plácidamente, curado de sus histerias. Llevaba, de la consulta, unas ideas nuevas acerca de la poesía y un retrato dedicado que todavía preside la tertulia de don Pepe Argüelles en Pravia. Buena era aquella gente, compañero. Y nada retorcida.”


«En 1908, Rubén tuvo que llamar súbitamente a otro médico, el señor López Miranda, de Soto del Barco, por enfermedad de la madre de Rubencito. El señor López Miranda prohibió de modo terminante a Francisca los baños de mar, y fue en ese momento cuando Feliciano Menéndez ofreció la solución del traslado desde la Arena a su otra casa de Riberas de Pravia, en el lugar denominado Monterrey. Todavía existe en el archivo de Darío alguna receta de López Miranda en la que Francisca escribió “La Arena”. Dice así: “Dº sulfato de 99 a 1 gramo.- Extracto de ruibardo 50 centgs., idem tebaico 10 centgs.- mº y H. s. a. 10 píldoras.- López Miranda

"Ha sido un eterno vagabundo. Pero un eterno vagabundo de camisa planchada y frac correcto..."
Foto: Revista Caras y Caretas 1908. (ver anexo)


Francisca todavía no había retirado el pecho a su hijo y cualquier alteración de su salud repercutiría en el pequeñín. Hubo, por tanto que alejarse del mar, de no pasear hacia la roca de la Deva, de renunciar a la belleza de la playa y a la suavidad de la ría. Porque, en julio de 1908, ocupó en la Arena la misma casa que en 1905. La casa de Monterrey es de tres plantas y hacía y hace esquina, porque todavía subsiste. Hacia ella fueron el poeta, Francisca, el niño, María Sánchez, Genoveva y Fernando Viller, el secretario mecanógrafo y taquígrafo…, y la máquina de escribir. Enfrente de esta casa, situada sobre un repecho, existía y existe un huerto de manzanos, propiedad asimismo de Menéndez, al que Rubén tuvo acceso. Dentro del huerto y a la izquierda de su entrada un hórreo monumental que el poeta conoció. La única diferencia de entonces a hoy es la de una vivienda edificada con posterioridad a las estancias de Darío y en la que habita Oliva Menéndez. No lejos, transcurría un Nalón de égloga. Un vecino de Monterrey, posible personaje de Belarmino y Apolonio, la más cuajada novela de Pérez de Ayala, le sirve de ayuda de cámara. Es el zapatero remendón José Bueno, ya fallecido. En los momentos que a Darío se le aparezca en su imaginación en 1908 el sol negro que vio en el eclipse famoso, le pedirá a José Bueno que le levante los párpados y le diga por el color si tiene ya cerca la muerte.
José Bueno, el zapatero al que se hace referencia en el texto, sentado junto a su mujer Dominica, y sus hijos Marcela, Avelino, Marino y Marina, la niña de blanco. Esa niña era Marina Minica, la mujer de Pepe Marina. (Foto: hijos de Pepe Marina)


Recorte del Censo Electoral de 1902 donde aparece José Bueno Cordero, vecino de Monterrey y zapatero de profesión.

Gracias a los recuerdos de Francisca Sánchez y de Doña Feliciana Menéndez, que tendría aproximadamente unos catorce años en 1908, es fácil reconstruir la vida de Darío en la bella casita de Riberas, todavía más propicia a la intimidad que la de San Juan de la Arena. El ministro de Nicaragua usaba batas y pijamas, lo que extrañaba mucho a los asturianos de aldea, por lo que, entre éstos, se le sobrenombraba “ el rey”. Otra de las cosas que en el lugar se encontraban raras es que recibiese tanto correo y estuviese siempre rodeado de botellas, periódicos y libros.

Los hispanoamericanos son bastante aficionados a las comidas en la alta noche, y de tarde en tarde las mujeres preparaban una paella para comerla en el huerto. Esto, como las batas y pijamas, como lo de los licores y el que mirase a las mozucas, era objeto, si no de escándalo, de solapada crítica de la vecindad. También se murmuraba de que Francisca no se cubriera el pecho al darlo al pequeñín en su noble función maternal y de que el propio poeta pasara algo desnudo por las habitaciones de su casa sin cerrar los balcones.


Foto: Ignacio Pulido
Pero no todas las gentes eran así. Algunas personas traían álbumes para que los enriqueciese con su autógrafo. Caballeros elegantes de Oviedo le presentaban libros para que los firmara. Doña María Menéndez, la esposa de don Feliciano, le obsequiaba a veces con mermeladas de cabello de ángel. Rubén agradecía mucho estas atenciones y a Felicianita le dijo una vez que le llevase un álbum para inaugurárselo, lo que la niña no hizo, para arrepentimiento posterior. Es fama que Darío dictaba a su secretario entornando los ojos en una abstracción singular, que espiritualizaba su rostro. la tarea de ministro le impidió en 1908 escribir tanto trabajo literario como en 1905. Desde 1907 cuidaba mucho su correspondencia, y a pesar de los licores, de los versos y de los artículos, había días que escribía  diez o más cartas sobre los temas más opuestos y a veces de suma importancia. Por eso, queremos reseñar las cartas escritas desde Riberas y de las que hay constancia en el Seminario-Archivo de Madrid. Despues de la dirigida a Santiago Argüello, registramos una muy curiosa, fechada el 6 de agosto, para los “Señores Terrazo Hermanos”, Génova, 4, Madrid, a quienes remite un cheque de cuarenta y siete pesetas, a cargo de Crédit Lyonnais, para atender a la expedición que anuncia el agente de Aduanas de Irún don Jesús Molinero y que contiene un uniforme de diplomático. Este vemos que llega de París con más de dos meses de retraso (!).

En la misma fecha, y aunque diga Madrid, la escribe desde Riberas, dirigió otra carta a Managua a don Rodolfo Espinosa con motivo de su próxima boda, por lo que alude a un álbum de firmas de los más ilustres escritores españoles que ofrece regalar a la prometida de Espinosa.

Rubén Darío dictando su autobiografía

La carta siguiente también es importante. Está fechada en Riberas el día 8 y en ella remite a Hijos de Manuel Grases, de Madrid, otro cheque, también a cargo de Crédit Lyonnais, por sesenta y ocho pesetas con cincuenta céntimos, importe de la segunda mensualidad de los muebles contratados y que serán algunos de los que decoraron la calle Serrano.

El mismo día 8 se dirige a los señores L. Mayence & Cie., de París y les advierte que “desde el 15 del pasado Julio ha dejado de estar a su servicio don Julio Sedano, con quien directa ni indirectamente tiene pendiente ningún asunto; y después escribió más cartas a David Argüello, París a Jesús y Valle, Madrid, a quien agradece el homenaje que la Sociedad Hiberoamericana prepara al poeta en Madrid para el próximo otoño; a Bernardo G. Candamo, Oviedo; al Crédit Lyonnays, Madrid. El 24 de agosto todavía aparecen copias de cartas que escribió en Riberas, una de ellas a don Manuel Peña Gelabert, en Palma de Mallorca.


Francisca Sánchez, con « Guichin» , apodo por el que llamaban a su hijo Rubén, y su hermana María
(Foto sacada del libro La Princesa Paca)(4)

En medio de todo este trabajo, de sus lecturas y sus otros escritos,  no olvida sus cariños de padre y hacía mimos y caricias a Rubencito. Cuando al niño la bajaban al huerto y le ofrecían algún clavel, el pequeñito lo prendía con sus manos diminutas como en ademan de olerlo, lo que comentaba el poeta muy satisfecho: “¿Ven ustedes qué  inteligente es mi hijo?”. A Fernando Viller, además de las cartas, le dictaba alguna prosa literaria. Seguramente, la que luego iba a integrar el volumen titulado Viaje a Nicaragua. Pero ello no le quitaba de Asturias ni de pensar en Madrid. Si no fuese por ciertas maquinaciones de Crisanto Medina, por la penuria de su remuneración, disminuida por el gobierno, sería todo lo feliz que puede ser un hombre sobre la naturaleza, como aquél día que cruzó en burro la sierra de Menga, camino de Navalsáuz. Pero, así y todo, en lo hondo de su corazón latía aquél triple grito que lanzó en La Arena en 1905. “¡España! ¡España! ¡España!”

Poco antes de su viaje a Riberas, el 3 de junio de 1908 había presentado sus credenciales, con un uniforme prestado,  ante el Rey Alfonso XIII como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Nicaragua. Así lo narra en su autobiografía:

«A los tres días debía verificarse la ceremonia de entrega de mis credenciales; y todavía un día antes andaba yo en apuros, porque no había recibido de Paris mi flamante y dorado uniforme. Felizmente me sacó del paso mi buen amigo el doctor Manrique, ministro de Colombia; el hizo que me probara el suyo y me quedó a las mil maravillas; y he allí como el antiguo Cónsul  general de Colombia en Buenos aires, fue recibido por el rey de España, como ministro de Nicaragua, con uniforme colombiano.»


Antes de seguir con el relato de Antonio Oliver vamos a hacer un inciso para traer a colación el relato que la madre  de otro poeta que pasó parte de su infancia y juventud en Riberas,  AngelGonzález,   y de su tía Clotilde:[5]  

“[…] Rubén Darío se dedicaba con disciplina a su disciplina, tenía la costumbre de acudir todas las tardes al Parador, una hacienda en la que se detenían las diligencias. Era un lugar muy visitado por la gente del pueblo, porque además de despachar bebidas, los dueños vendían cordeles, utensilios de labranza de pesca , de costura, cosas que hacen falta en el mar, en el campo o en la casa. A Darío se le iba el santo al cielo, y dejaba pasar las horas sentado en la taberna, con una botella de ginebra, una de esas botellas de barro que se llaman canecas. Al caer la noche, una criada americana, que sonreía mucho y mostraba en la cara los mismos rasgos indígenas del poeta, iba a buscarlo. Dice la señora que ya está la cena puesta, recordaba la madre que decía la criada. Pues dígale a la señora que ahorita voy, recordaba la madre de Ängel que decía el poeta, mientras la tía Clotilde sentenciaba que el famoso nicaragüense era un borracho, y que la señora no era su mujer, sino una querida. Ahorita voy, decía el poeta, y se quedaba bebiendo ginebra. Por eso le impresionó tanto a Ángel aquella tristeza del escritor solitario, sentado junto a su botella, cuando Maruja leyó el poema “Lo fatal” en una noche de verano de Riberas de Pravia. […] Le llenó de inquietud que aquél poeta sentado en la taberna del Parador bebiese ginebra hasta emborracharse, solitario, todas las tardes del verano, olvidado de sus selvas y sus tigres de Bengala,  de sus princesas y sus jardines palaciegos.”


Artículo publicado en La Nueva España el 28 de mayo de 2005


Año 1909

«No registra, el libro de copias número 2 del Seminario-Archivo Rubén Darío de Madrid, carta alguna a partir del 14 de junio de 1909. Y el libro número 1, dedicado al registro de cartas oficiales, tiene una laguna entre el 26 de julio y el 15 de septiembre. Por tanto, como tampoco hay testimonios literarios fechados en el verano de 1909, era muy difícil seguir la vida de Darío en el estío aludido. Pero posteriores hallazgos, de los que ahora daremos cuenta, han confirmado de modo pleno mi vaga presunción de que también en 1909 Rubén veraneó en Asturias. Este año las cosas iban mal para Darío. La Legación había quedado instalada en el domicilio de Mariano Miguel de Val, enfrente del mismo piso que ocupó Darío hasta marzo de 1909 y, por supuesto, en el edificio de Serrano, 27. Mariano actuaba por cariño y amistad hacia Darío, sin cobrar un céntimo. Las cosas económicas seguían mal. Le debía Managua cuatro o cinco sueldos. De todos modos, como el niño, Francisca y él necesitaban el yodo de la costa, pensaron otra vez en Asturias, y Rubén escribió, como de costumbre, a Feliciano Menéndez pidiéndole en alquiler la casa de Riberas. Pero Feliciano Menéndez le contestó el 5 de mayo exigiendo una cantidad excesiva, porque sin duda, se trataba de un embajador. Quería el propietario mil pesetas por la temporada, incluyendo el suministro de leña y carbón y disfrute del huerto. Este precio, que nos parecería ahora ridículo, era entonces indudablemente alto. Y Darío escribió una nueva carta que rezaba así:


Carta de Feliciano Menéndez


.

Madrid 8/6/909
Sr. D. Feliciano Menéndez
Riberas

Muy señor mío: En mi poder la suya de fecha 5 del p.pdo. y referente a ella debo decirle que encuentro excesivo el precio de mil pesetas que Vd. me pide por el alquiler de su casa de Riberas.
Sin embargo, vistas las razones que Vd. me expone y por tratarse de un propietario cmo Vd. he resuelto ofrecerle 750 pesetas por la temporada que sería de mediados del presente a fines de septiembre, aceptando desde luego las otras condiciones que Vd, me pone.
Esperando una pronta respuesta me suscribo a Vd. q.b.s.m.
Rubén Darío

Ignoramos la contestación de Menéndez a Darío, pero lo que sí podemos asegurar es que el 15 de julio el Credit Lyonnais de Madrid sitúa fondos para el poeta en Pravia; que el librero Romo le escribe a Riberas el 24 de agosto, que en la misma fecha el Credit Lyonnais le trasfiere nuevas cantidades y que el 12 de septiembre, tal vez el mismo día del regreso, Rubén paga el alquiler del verano al propietario. No entrega las setecientas cincuenta de su contraprestación, sino las mil solicitadas por Feliciano. En el Seminario-Archivo de Madrid, en la carpeta de facturas, hay este recibo:

Recibí del Excmo. Sr. D. Rubén Darío mil pesetas por el alquiler de casa
Riveras Septiembre 12 de 1909
Feliciano Menéndez


En este Veraneo no le acompañó de secretario Fernando Viller. Darío estaba preocupado por las noticias que llegaban de Nicaragua, por el abandono en que le tenía el Gobierno, por la siempre poco clara actitud de Crisanto Medina. Sin embargo, cuando se sintió en Riberas y junto al pomar, recibió un alivio de paraíso. Algún día bajó hasta La Arena ha hablar con los pescadores de atún y a ver el viejo castillo que flanquea el Nalón; a saludar a los veraneantes asturianos amigos de don Rafael de Altamira o del poeta Edmundo Díaz, director de la Ilustración Asturiana, con quien estaba vinculado en 1905; a consultar al buen médico don Rubén López Miranda, tan sencillo y humano, y a quien, rodando el tiempo, los vecinos de La Arena le dedicarían una lápida de bronce en la plaza del pueblo; a contemplar la pintoresca subasta del pescado que hoy se efectúa en La Rula.

Muchas veces llamaba a la niña María Luisa Corujedo para que le cantase la asturianada:
«Arrimeme a un pino verde,
por ver si me consolaba,
y el pino, como era verde,
al verme llorar, lloraba.»
(Recorte cedido por Javier Olmos Corujedo)

Guiado por cartas cruzadas entre Feliciano Menéndez y Rubén, existentes en el archivo, visité en agosto de 1958 San Juan de la Arena, y fui cordialmente atendido por Benigno López Rodríguez y su señora, destacados comerciantes de la localidad. Con ellos, identifique la casa donde veraneó Rubén en 1905, que hoy aparece bastante deteriorada y muy alejada del mar. Según el señor López Rodríguez, en ella misma veraneó, hacia 1919, la familia Calvo Sotelo, aunque don Luis y don Joaquín no supieron nunca del anterior inquilino. Al señor López Rodríguez debo igualmente el conocimiento de las hijas de don Feliciano Menéndez, doña Feliciana y doña Oliva, a quienes visité en su casa de Riberas. A todos estos simpáticos asturianos debo confirmación de los datos que el Archivo me facilitaba y otros muchos de tradición oral que aquí recojo.

¿Será cierto que en este último verano Darío escribía sus versos en las paredes de su habitación en la casa de Monterrey, como Sorolla pintó alguna marina en las de su residencia de la Arena? Esta tradición corre por Riberas: Tal vez fuese alguna broma de veraneantes posteriores, porque Rubén, en su lucidez mental, era incapaz de tal incorrección. El escribía en cuadros empastados en hule o en blancos folios, y para sus cartas usó siempre papel muy escogido y selecto. Mas si por un raro capricho o genialidad sí los escribió, estos versos se han perdido al enlucir las paredes en fecha no lejana.

Rubén Darío en 1908
Foto: Revista Caras y Caretas (ver anexo) 

Darío miraba al paisaje, no obstante sus desilusiones, con mayor atención que nunca. Parece como si presintiese que ya no iba a volver más. Algunas tardes escribió bajo los manzanos del huerto.  Y tal vez se creyera, en sus imaginaciones y luminosidades mentales, un nuevo Adán desobediente. Allí bajo los manzanos, oía el piar de los pájaros, los cantos de los mozos y el chirriar de las carretas. Su oído maravilloso, percibía, además, en las noches estrelladas, la música pitagórica de las constelaciones. Que cantase el firmamento no le extrañaba. El era en su fondo un pitagórico, un órfico primitivo, y sabía de la musicalidad de los astros y de los números. Pero que chirriasen las carretas era algo que le intrigaba de veras. Por eso, un día, se lo preguntó a Feliciana: “¿Por qué cantan las carretas?”, dijo a la muchacha. Si no fuese por las próximas comunicaciones que debía enviar desde Madrid a Crisanto Medina, al ministro de Relaciones Exteriores y a otros personajes de Managua, de seguro que en su verso habría interpretado el canto de las carretas de Asturias. “Por nada”, le dijo la hija del indiano Menéndez, bajando ruborosa los ojos. Rubén percibió su rubor de manzana y lo admiró, por un momento en secreto. En efecto, las carretas asturianas cantan por nada, como los pájaros; cantan cuando los campesinos las dejan en su ser natural, es decir, cuando no les engrasan los ejes ni las ruedas. Las carretas cantan, entonces, como las aves, y aunque chirrido equivale a mal sonido, él lo percibía hasta melodioso. Tanto, que se extasiaba oyéndolas en la tarde, cuando los bueyes retornaban del monte, como monje medieval escuchando los pajarillos del cielo.

“¿Por qué cantan las carretas?”, te preguntamos ahora nosotros, Rubén. Tú lo sabes ya, con sabiduría que no es la de la tierra, que no es la de los hombres. Las carretas cantan como canta todo el Universo. Tú lo percibiste, en 1909, en Asturias, no obstante las múltiples angustias que te embargaban el alma y que te hicieron pensar el día que, definitivamente, abandonaste el pomar de Feliciano Menéndez, que eras, en verdad, un desterrado del Paraíso. Tan desterrado del Paraíso, que tuviste que volver, no a Serrano, 27, sino a Claudio Coello, 60, a un piso alquilado a nombre de Francisca.»

Hasta aquí llega el relato que Antono Oliver hace de la estancia de Rubén Darío en Riberas. De esta estancia no dejó el poeta, como sí hiciera tres años atrás de su paso por San Esteban y L'Arena, ninguna constancia en sus escritos. Las dificiles circuntancias personales, familiares y económicas por las que atravesaba no eran, quizás, las más apropiadas para convocar a las musas.    A pesar de ello, su paso por nuestro pueblo merece ser recordado. Como dice Julían Herrojo "su paso por Asturias que, sin ser sustancial en su vida, como lo fueran Madrid o París, sin embargo no fue un episodio fugaz tampoco, pues repitiendo por tres los veranos que pasó en Asturias (los de 1905, 1908 y 1909) demostró con ello el aprecio y gusto por nuestra tierra"(6)
 
Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto



[1] Azucar. Pepe Monteserín. Ediciones Lengua de Trapo. Año 2000.  Madrid 
[2] Este otro Rubén Darío  Antonio Oliver Belmás  Barcelona 1960

[3] Nuevo Viaje de España. La Ruta de los Foramontanos.  Victor de la Serna.  1955  Editorial Prensa  Española
[4] "La Princisa Paca" Rosa Villacastín y Manuel Francisco Reina 2014 Plaza y Janes
[5] “Mañana no será lo que Dios Quiera” Luis García Montero. Madrid 2009 Alfaguara
[6] "Rubén Darío y Asturias" Conferencia pronunciada por Julian Herrojo en el Ateneo Jovellanos de Gijón

Apendice


Correspondencia de Rubén Darío durante sus estancias en Asturias 


Riberas de Pravia, 7 de agosto de 1908

Riberas de Pravia, 8 de agosto de 1908


Riberas de Pravia, 24 de agosto de 1908

San Esteban de Pravia, 25 de julio de 1908

De Roma a Rubén Darío en Riveras, 15 de septiembre de 1909

Carta de Ramón Pérez de Ayala a Darío 

San Esteban, La Arena, 29 de julio de 1908

Madrid 26 de septiembre 1908. Referencia a Riberas

Riveras de Pravia 6 de agosto de 1908

Riberas de Pravia, 8 de agosto de 1908

Riberas de Pravia, 24 de agosto de 1908

Riberas de Pravia, 24 de agosto de 1908

Riberas de Pravia 8 de agosto

Riberas de Pravia 12 de agosto 1908

Artículo publicado en la Revista Caras y Caretas en junio de 1908:

(Fuente: Biblioteca Nacional de España)

Portada de la revista

Artículo  publicado por La Nueva España el 31 de agosto de 2008 con texto de Saul Fernández y fotos de Ignacio Pulido titulado "Verano Modernista a la orilla del Nalón"


Artículo publicado en  La Voz de Asturias en diciembre de 1967, coincidiendo con el centenario del poeta, por Ramón García de Castro,  titulado "Ruben Darío y Asturias"

(Fuente: Hemeroteca  de la Biblioteca  Pública de Asturias Ramón Pérez de Ayala)

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